Los fármacos solo influyen en el ritmo en el que se producen las funciones biológicas existentes. (Véase también Definición de la farmacodinámica.) Los fármacos no pueden cambiar la naturaleza fundamental de esas funciones ni crear otras nuevas. Por ejemplo, pueden acelerar o retrasar las reacciones bioquímicas que causan la contracción muscular, la función de las células renales de regular el volumen de agua o las sales retenidas o eliminadas por el organismo, la secreción glandular de sustancias (como la mucosidad, el ácido gástrico o la insulina) y la transmisión de mensajes a través de los nervios.
Los fármacos no pueden restablecer las estructuras o funciones ya dañadas más allá de la capacidad de reparación que tiene el propio organismo. Esta limitación fundamental de la acción farmacológica subyace a muchas de las frustraciones actuales con respecto al tratamiento de enfermedades que destruyen los tejidos o las enfermedades degenerativas, como la insuficiencia cardíaca, la artritis, la distrofia muscular, la esclerosis múltiple, la enfermedad de Parkinson y la enfermedad de Alzheimer. No obstante, algunos fármacos pueden ayudar al organismo a restablecerse por sí mismo. Por ejemplo, los antibióticos, cuya acción detiene un proceso infeccioso, permiten que el organismo repare el daño causado por la infección.
Algunos fármacos son hormonas, como la insulina, las hormonas tiroideas, los estrógenos y el cortisol. Estos pueden ser utilizados para reemplazar las hormonas naturales de las que carezca el cuerpo.
Reversibilidad de la acción de los fármacos
La mayoría de las interacciones de un fármaco y un receptor, o de un fármaco y una enzima, son reversibles: pasado un tiempo, el fármaco pierde su fijación y el receptor o la enzima recupera su funcionamiento normal. A veces, sin embargo, la interacción puede ser irreversible en gran medida, y el efecto del fármaco persistirá hasta que el organismo produzca más cantidad de enzima. Por ejemplo, el omeprazol, un fármaco utilizado en el tratamiento del reflujo gastroesofágico y en las úlceras, inhibe de forma irreversible una enzima implicada en la secreción de ácido gástrico.
Afinidad y actividad intrínseca de los fármacos
La acción farmacológica se ve afectada por la cantidad de fármaco que alcanza el receptor y el grado de atracción (afinidad) entre el fármaco y su receptor en la superficie celular. Una vez fijados a su receptor, la capacidad de los fármacos varía en cuanto a producir un efecto (actividad intrínseca). La afinidad de un fármaco y la actividad intrínseca están determinadas por su estructura química.
Los que activan los receptores (agonistas) deben tener ambas propiedades: gran afinidad y actividad intrínseca. Deben fijarse eficazmente a sus receptores, y el fármaco, una vez unido a su receptor (complejo fármaco-receptor), debe ser capaz de producir un efecto en la zona diana. Por el contrario, los fármacos que bloquean los receptores (antagonistas) deben fijarse a estos de forma eficaz, pero tener escasa o ninguna actividad intrínseca, ya que su función es la de impedir la interacción de un agonista con sus receptores.
Potencia, eficacia y efectividad de los medicamentos
Es posible evaluar los efectos de un fármaco en términos de potencia, eficacia o efectividad.
La potencia (fuerza) se refiere a la cantidad de fármaco (en general expresada en miligramos) que se necesita para producir un efecto determinado, como el alivio del dolor o el descenso de la presión arterial. Por ejemplo, si 5 miligramos del fármaco A alivian el dolor con la misma eficacia que 10 miligramos del fármaco B, el fármaco A es dos veces más potente que el fármaco B.
La eficacia es la capacidad de un fármaco para producir un efecto (tal como la reducción de la presión arterial). Por ejemplo, el diurético furosemida elimina a través de la orina una cantidad mucho mayor de sal y agua que el diurético hidroclorotiazida. Por lo tanto, la furosemida es más eficaz que la hidroclorotiazida.
La efectividad difiere de la eficacia en que tiene en cuenta cómo de bien funciona un fármaco en el mundo real. A menudo, un fármaco que es eficaz en los ensayos clínicos no es muy eficaz en la práctica real. Por ejemplo, un fármaco puede tener una alta eficacia en la reducción de la presión arterial, pero puede tener baja efectividad, ya que causa tantos efectos secundarios que los pacientes lo toman con menos frecuencia de lo debido o dejan de utilizarlo. Por lo tanto, la efectividad tiende a ser menor que la eficacia.
Una mayor potencia, eficacia o efectividad no significa necesariamente que un fármaco sea mejor que otro. Para determinar las cualidades relativas que los fármacos tienen en una determinada persona, el médico debe tener en cuenta muchos factores, como los efectos secundarios del medicamento, la toxicidad potencial, la duración del efecto (lo que determina el número de dosis diarias requeridas) y también su coste.